Regreso a la universidad en la que doy clases y que no había pisado en más de 20 meses, para no sin sorpresa ser recibido por un clown, montado en un monociclo y repartiendo tapabocas a todos los curiosos que emocionados aplaudimos con una sonrisa que traspasa nuestras caras cubiertas.
En la sala de profesores me reciben colegas emocionados de volver a encontrarnos, frente a las fotos de los que tristemente se nos adelantaron. Juntos tomamos ese café que solo ahí sabe tan bien.
De un vistazo los salones nuevos ya no son los mismos, si no que combinan, alumnos presenciales y a distancia, gracias a una cámara que sigue al maestro y a un pizarrón especial para el mundo físico y digital.
¿Regresaremos algún día a ese mundo desconectado en el que los celulares se quedaban apagados y solamente había una conversación, la del aquí y ahora?
¿Acaso esa presencia digital, ese perfil, ese avatar nos acompañará por siempre?
Ojalá que no y que sea una transición y no un cambio completo de época. Aunque lo dudo. Estamos cómodos detrás de las pantallas, siendo casi sin ser o al menos sin estar.
Abro una clase y me encuentro por a dos ex alumnos, hoy amigos, que con emoción recuerdan las aventuras escénicas construidas antes de la pandemia. Sin planearlo, les doy unos consejos y hacemos un ejercicio de actuación. Salgo y por el pasillo me encuentro a varios de mis colegas. ¡Nos emocionamos tanto por vernos de nuevo!
Cruzo el jardín para visitar de nuevo la Casa de Meditación y sigo hacia las canchas deportivas en donde decenas de jóvenes juegan fut, tenis, pádel, basquet y otros más entrenan atletismo.
Miro desde arriba mi universidad y me pregunto.
¿En qué momento lo normal se volvió tan extraordinario?
