Las zapatillas rotas. ¿Cómo educar desde una conciencia plena?

Querid@s lector@s:

Hoy quiero presentarles con este maravilloso texto a una amiga que conocí hace ya un año en Guadalajara en un taller de Teatro Cuántico. Inés, que vive en Metepec (Toluca), estaba entonces en Jalisco por casualidad y fue maravilloso tenerla entre los viajeros de ese día. Tiempo después me invito a impartir el taller en su ciudad y más adelante me animo a estrenarlo con jóvenes en la escuela de su hijo Santiago.

Por supuesto nos hemos hecho muy buenos amigos y hemos tenido la posibilidad de compartir muchos buenos momentos con toda la familia.

Les presento a Inés López de Arriaga bailarina y coreografa, ,finalista del Premio Nal de Danza UAM- INBA 1988, teatrera (UNAM), psicoterapeuta, maestra certificada en el método de autodescubrimiento asistido HAKOMI. Tiene pasión por la enseñanza y una gran esperanza en el cambio de conciencia de la humanidad.

Las zapatillas rotas. ¿Cómo educar desde una conciencia plena?

Por Inés López de Arriaga

Siempre fui una niña callada, extremadamente tímida, rodeada de adultos y hermanos adolescentes. Mi mundo era el ballet, La Academia de Ballet de Coyoacán era una escuela muy prestigiada y su directora era tan temida como admirada. Un día me puse “rebelde”, tenía 12 años y estaba convencida que los pies se me veían más lindos con mis zapatillas viejitas y rotas que con las nuevas que mi mamá me acababa de comprar en la “tiendita” de la academia. Así comenzaron los primeros acordes del piano y desde mi lugar en la barra vi como se le brincaban todas las venas del cuello a “Miss Ana”. No me gritó en ese momento porque, para aumentar mi falta, ese día teníamos una invitada especial en la clase. Una vez hecha nuestra caravana de despedida, corrí con mis cosas en la mano y me escondí debajo del piano del salón próximo. Sólo después de unos cuantos minutos comencé a oír los gritos: ¿dónde está Inés? Sabía muy bien lo que me esperaba y permanecí alrededor de una hora escondida presa del pánico y urdiendo una mentira para que mi mamá no me regañara por usar esas zapatillas y no las nuevas. Ni para que decir que todo fue un desastre lleno de gritos insultantes entre mi madre y la maestra y ese día fue mi último día en esa escuela. Siempre me quedó una culpa espantosa por haber mentido y por haber retado una regla básica de la disciplina del reino rosa del ballet. Sin embargo con los años, al ser yo misma maestra de adolescentes y ahora madre de un par de esos raros especímenes, me he preguntado, ¿por qué nadie se sentó tranquilamente a reflexionar conmigo el por qué de mi conducta? Que además era del todo atípica en mí, así que algo estaba cambiando y merecía atención, ¿qué había detrás de mi acto de rebeldía?

Esta anécdota, determinante en mi vida en muchos sentidos, aunque parezca trivial, me sirve de punto de partida para hablar de una enorme carencia en nuestra educación: el autodescubrimiento, la autoconciencia. Aprendemos, si es que se puede llamar aprendizaje, a distinguir el bien del mal, desde un lugar de miedo total al castigo, sea éste terreno o divino, a la mirada fulminante y a veces la ira de ese grupo temible que son los adultos, los únicos con poder para determinar nuestros destinos: una semana sin tele, hoy no hay postre ó te destierro de mi reino dancístico  y  estarás destinada a vagar sin rumbo por los parajes de las artes escénicas. La verdad es que estamos lejos de ese ideal de la paideia de formar seres integrales el cuál, de hecho, coloca a la ética en un lugar central.  Lograr el cultivo de esa voz interior, de el famoso daimon de Sócrates, debiera ser una vez más, el objetivo central de la educación, sin duda una necesidad patente en estos tiempos violentos. Y es que la violencia genera violencia, y ante ese eminente abuso de poder que muchos padecimos de niños, bien podemos crecer con ganas de pasarnos al otro lado, al del poder sin razón.

Para los griegos era importante la educación de la ciencia así como era importante la educación política pero, ¿cuál sería el elemento que completara a la educación para no dejar ciegos a los discípulos? El saber politécnico “ignora lo que son los hombres; aquél (saber político) no sabe lo que son las cosas”. (Moreau, 1959; 19) Entonces, si bien estos saberes se complementan, el elemento faltante para cerrar el círculo debiera ser, desde luego, un saber ético. La pregunta sobre la que se sentaron a reflexionar los educadores griegos fue: ¿cómo formar hombres de bien? ¿cómo le hacemos para enseñar la virtud? ¿acaso es posible enseñarla? Menudo debate en el que se metieron, si la virtud no es una ciencia ¿cómo se puede transmitir ese saber?  Pero, para Platón esta cuestión era el punto de partida de la teoría de la educación y de toda su obra filosófica.

El conocimiento del bien es un conocimiento dinámico, no es un código que proviene del exterior, una serie de leyes externas que rigen nuestras acciones, como nos han hecho creer. Es una acción constante de nuestra conciencia capaz de observar momento a momento nuestra experiencia y así determinar qué es aquello que es bueno, no sólo para mi sino para los demás. “Platón ridiculiza a los educadores que se jactan de introducir la sabiduría en el alma, como se llevaría a un ciego. Según él, el alma nunca está desprovista de la facultad de ver; sólo es preciso enseñarle a mirar como es debido”. (Moreau, 1959; 29)

La reflexión es el instrumento para enseñar al alma a mirar. La dialéctica es un ejercicio de reflexión en el que despertamos a esa voz interior, como podríamos llamarlo también, a esa parte de nosotros mismos que “sabe”.

Mientras escribo esto pienso en el cuento de Pinocho, todo lo que ha debido pasar ese pobrecillo muñeco de madera antes de encontrar en su interior la voz que le permite discernir entre lo bueno y lo malo y que es, de hecho, lo que le permite convertirse en un niño de verdad, lo que le da un alma. Sin embargo, todos vivimos nuestro propio periplo hasta lograr escuchar esa voz interior que nos guía. Pienso, que es una voz difícil de distinguir entre tanto ruido, vivimos una sociedad que nos aleja sustancialmente de esa capacidad de escucharnos, la aventura heroica parece ser simplemente, lograr atravesar ese bosque de distracciones y sentarnos unos minutos a solas con nuestra propia voz.

Esto es el secreto de otras culturas acostumbradas a la reflexión, la meditación no es otra cosa que este sentarse con uno mismo y conectarse con ese saber interno, innato. La práctica de la atención plena nos ayuda a cultivar esa mente espaciosa donde el conocimiento del bien tiene su morada.

¿Cómo sería una sociedad que enseñara a sus niños esta capacidad de autodescubrimiento, de autoconciencia? ¿cómo sería nuestra sociedad si le diéramos a los niños la oportunidad de reflexionar sobre sus actos y aprender de su experiencia, más que a temer constantemente al castigo?

De entrada imagino que sería una sociedad mucho menos violenta y mucho más amorosa.  Según Platón, esta aspiración de que nos sea revelado el valor supremo de la verdad se expresa por el símbolo del Amor. “Desde la belleza visible, que habla a los sentidos, seremos llevados a reconocer la belleza moral, que exalta los corazones; luego descubriremos una hermosura más secreta, que se descubre solamente a la inteligencia matemática, la de las relaciones armónicas; y de ahí podemos, finalmente, elevarnos al principio de toda armonía, el manantial de todo valor, a la intuición del Bien absoluto”. (Moreau, 1959; 32)

Imagino entonces, una sociedad en la que ser publicista es mucho más difícil por que las personas son menos susceptibles a que les vendan “espejitos”. Un mundo en el que el arte, la ciencia y la cultura son predominantes y no así el “mercado”, la oferta y la demanda. Son los valores éticos y no los mercantiles, los que deciden nuestro rumbo.

Es como si la educación concebida por los griegos fuera un mandala cuyo centro está conformado por episteme, techné y ethos, y de ahí surgiera en bellas y perfectas figuras, la vida de los hombres de bien. Es un proceso integrado que se desarrolla de adentro hacia fuera.

Hoy en día, la educación parece estar tomando conciencia de que los resultados de una tendencia atomista, reduccionista y pragmática son hombres solitarios, narcisistas, vacíos, sumidos en la más dura pobreza espiritual. Parece que al proponer este modelo de educación por competencias quisieran retomar estos tres saberes de los griegos y hablan del conocimiento declarativo (episteme), conocimiento procedimental (techné) y conocimiento actitudinal (ethos). Aunque el problema es que la visión sigue siendo fragmentada, son como piezas de rompecabezas que se unen pero de algún modo siguen sin conformar la gestalt. Y es que, desde mi punto de vista, el asunto sigue girando en torno a necesidades externas, seguimos concibiendo la educación como ese proceso de engrosamiento de las filas de producción. A ver, a ver, ¿qué nos está saliendo mal? La gente roba, mata, extorsiona, trafica… ¡ah! Si claro, retomemos los valores, agreguemos esa pieza al modelo educativo… pero ¡si de ahí debiera partir el modelo educativo! Mientras no entendamos que lo más importante a cultivar en los individuos, antes que ningún otro saber, es la capacidad de la reflexión, del autodescubrimiento, nada cambiará en nuestras sociedades, nada cambiará en nuestras escuelas y nada cambiará en nuestros niños, que seguirán aprendiendo de mano del castigo temido de todas las “Miss Anas” del mundo.

Como dice Joseph Moreau, debiéramos enamorarnos de la verdad y de los valores eternos, ya que “Únicamente éstos dan un sentido, una eficacia y un precio a la obra de la educación”. (Moreau, 1956; 33)

 

 

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